Su marido talibán la maltrataba todos los días, así que la joven afgana se fugó. Como castigo, le cortó la cara
Aisha Mohammadzai sueña con ser policía. Lo hace desde que las noches dejan espacio a los sueños, desde que han acabado de estar copadas por las pesadillas. Porque hasta no hace mucho, era meterse en la cama y empezar a ver a un hombre que la perseguía, a otro que quería matarla. Y así una noche tras otra. Pero su peor pesadilla fue real.
Aquello sucedió cuando era una adolescente sin vida en Afganistán. Cuando tenía 18 años. O 19. Quién sabe, pues nunca celebró un cumpleaños, como nunca fue al colegio. Su infancia no fue nada convencional. Ni velas que soplar ni patios por los que corretear.
Su padre la utilizó como si fuera un fajo de billetes. Aisha fue el pago de una deuda con un talibán, una niña de 12 años convertida en material de trapicheo. Su marido, su dueño, su maltratador, abusó de ella. Como lo hizo su nueva familia, que la confinó a dormir en el establo, rodeada de animales. Aquello no fue lo peor. Las bestias eran inofensivas e infinitamente más refinadas que los hombres. La niña creció entre torturas físicas y psicológicas.
«Un día se hizo insoportable y me fugué».
La joven fue capturada poco después y encerrada cinco meses en la cárcel. Al salir, el juez la ordenó regresar con su esposo, con ese hombre cruel que la maltrataba a diario.
La primera noche aquel talibán la cogió y se la llevó al monte. «Me ataron de pies y manos y me dijeron que el castigo era cortarme la nariz y las orejas. Y empezaron a hacerlo». A hacerlo. Le cortaron la nariz y las orejas a sangre fría. Por el simple hecho de desobedecer, de escaparse de aquel horror. De huir no se sabe a dónde.
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